¿Qué sucede cuando la idea de una “vida romántica” te limita a vivir la vida real?

El romanticismo ha sido celebrado como una cima del espíritu. Un lugar donde la belleza, la intensidad y la fidelidad a los ideales parecen más altas que cualquier otra cosa.

Hegel escribió que “lo real es racional”.

Una frase incómoda cuando pensamos en vivir en la pureza de lo que imaginamos basado en nuestro instinto. Porque si lo real es racional… ¿qué hacemos con lo que no encaja en nuestro ideal? ¿Lo rechazamos? ¿O aprendemos a mirarlo y a vincularnos hasta encontrarle algún tipo de sentido?

En ese punto, el romanticismo deja de ser un puente hacia lo que soñamos y se convierte en un muro que nos separa de lo que realmente existe.

Se ama la idea del amor más que al otro.

Se defiende una visión de vida que no soporta el roce de lo imperfecto.

Y sin darnos cuenta, empezamos a preferir lo que soñamos a lo que tenemos.

Pero quizá, en su forma más extrema, el romanticismo también sea una forma de indiferencia.

Una indiferencia hacia una gran parte de la vida. La belleza de esos ideales puede ser tan alta que se vuelva inaccesible, y es así como la fidelidad a un ideal puede exigirnos tanto que terminamos sin dejar entrar nada que lo contradiga. Esto separa nuestras posibilidades de experimentar un mayor porcentaje de gozo ante la vida, permitiéndonos participar activamente solo en aquello que encaje bajo nuestro ideal, mientras perdemos el resto como una potencial fuente de experiencia y de experimentación.

Y entonces, ¿no es eso también una renuncia?

Dice Hegel ”La «bella alma» rodeada de un ‹mundo hostil», que resulta ser alguien demasiado bello para vivir la realidad, es una especie de ángel caído en desgracia. Como si este mundo no lo hubiera hecho, como si no llevara en él todos sus problemas y sus conflictos, como si él mismo no fuera de este mundo, por lo cual cree ver por encima del hombro”

Cita del libro: Arte y filosía de Estanislao Zuleta

La verdadera invitación es volver a una sensibilidad romántica, entendida como un modo de relacionarnos con lo humano y lo vital en toda su dimensión. No se trata de reducir la experiencia a la razón ni de entregarse ciegamente a la intuición, sino de abrirnos a un campo más amplio donde lo simbólico, lo afectivo y lo sensible encuentran lugar. Esto implica también una nueva actitud ante la vida: el desafío no está en elevarla a la altura de los sueños, sino en permitir que los sueños aprendan a caminar por la experiencia cotidiana. Vincularnos con lo que no es perfecto y, aun así, llamarlo bello.

Porque el romanticismo, si no se mezcla con la tierra, termina siendo un espectador del mundo: contempla, idealiza… pero nunca participa.

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